LA BUENA NOTICIA

Tres montes de conversión

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Pocas escenas bíblicas causan el estupor que produce leer el famoso “sacrificio de Isaac” en la Buena Nueva de hoy: Abraham, hombre justo, amigo de Dios, favorecido con el milagro de un hijo nacido en entrada ancianidad, choca de pronto con un rostro inesperado de su “Dios bueno”: este le pide nada menos que a su hijo en sacrificio, al “único y amado” en oblación. En 25 siglos de fe judeocristiana muchos han llamado a Génesis 22 “el sacrificio de Abraham”, pues al final es este quien agoniza, quien como “padre amante” vive la “extrema angustia” al serle pedido renunciar, no a lo malo, sino a lo bueno y amado. Pero él cree, a pesar de todo, en el Dios exigente en extremo, al que hay que confiarse también el extremo, diría S. Kierkegaard en su comentario a Génesis 22 (“Temor y temblor”, 1833). Otro creyente hará también una introspección de lo que sentía Abraham ante la orden de Dios: “Oh, Padre Abraham, cómo quisiera tener tu fe, vivida al extremo de creer en un Dios que lo pide todo: subías al monte a ofrecer a tu hijo, pero ya confiabas en que te sería devuelto por Aquel que puede dar vida a los muertos” (cfr. Martín Lutero, Comentario a Génesis 22, 1535).

Así, el primer monte, el Moriah, donde actualmente existen la explanada del Templo y la mezquita de Al Aksa en Jerusalén es símbolo de la conversión por medio de la renuncia radical: es imagen perenne de la “vida que se recobra” (pues Isaac, ya destinado a la muerte, bajó de nuevo vivo de ese monte) solo si se está dispuesto a darlo todo. El camino cuaresmal invita a lo mismo: hay que “subir a un monte empinado, difícil, oscuro”, con disposición a darlo todo, renunciando a lo que se ama en lugar de a Dios, para bajar con una vida nueva, recobrada más allá de lo esperado. En el otro monte del Evangelio de hoy, en el Tabor, la exigencia radical no cambia: donde todo parece claro y agradable, donde Moisés y Elías avalan a Cristo como Mesías; allá donde ya su túnica blanca brilla con el color bíblico de la resurrección; donde Pedro invita a “hacer tres chozas para quedarse allí”, resulta que hay que “bajar, hacer silencio sobre lo visto” y seguir el camino hacia Jerusalén sin comprender “eso de resucitar de entre los muertos”. Ninguna cuaresma es igual a la anterior, pues siempre hay que dejar algo que se ama demasiado (como Abraham a su hijo).

No vale en Cuaresma hacer de la fe una “cómoda complacencia” donde la ética personal y social “tocan solo superficialmente” y sin cambios profundos la realidad de cada día. Ello colocaría al individuo, a su iglesia y a una nación “tan religiosa” en el peligro de hacerse un Dios a la medida. Figura de Cristo, Isaac recobra la vida solo cuando permite que su amado padre lo recueste sobre el altar del sacrificio, si bien no llega a inmolarlo: pero en un tercer monte, el Calvario, otro “Padre que amaba a su Hijo” no tendrá un ángel que le detenga la mano: Él permitirá el sacrificio que salva al mundo, gracias a que Cristo sí lo entregó todo y sin reservas a la voluntad de Dios. Que tales ejemplos de “entrega radical” estimulen una cuaresma chapina lastimosamente herida, no solo por la “naciente cultura de verano, vacación y desparpajo”, sino tal vez por ritos externos y predicaciones sin cambio interno, para que comenzando por llamados “creyentes” Dios vuelva a ocupar un lugar exigente pero importante, radical pero capaz de dar vida, en la cultura de muerte que innegablemente aflige hoy a la sociedad guatemalteca.

ESCRITO POR:

Víctor Hugo Palma Paul

Doctor en Teología, en Roma. Obispo de Escuintla. Responsable de Comunicaciones de la CEG.